jueves, 7 de junio de 2007

Un acontecimiento así carece de explicación:

no hay razón objetiva alguna que explique por qué nos enamoramos de una persona y no de otra. [..] pero no nos enamoramos de los cuerpos, nos enamoramos de lo que somos, y si en gran parte nuestra naturaleza se ve circunscrita a un ámbito de carne y hueso, también hay otra cosa. Eso lo sabemos todos, pero en cuanto nos apartamos de un catálogo de apariencias y cualidades superficiales, las palabras empiezan a fallar, a desmenuzarse en confusiones místicas y metáforas nebulosas, insustanciales. Algunos lo denominan la llama de la existencia. [...] Los términos siempre evocan imágenes de luz y calor, y esa fuerza, ese principio vital que a veces llamamos alma, siempre se comunica al otro a través de la mirada. Seguro que los poetas acertaban al insistir en ese punto. El misterio del deseo empieza cuando se mira a los ojos al ser amado, porque únicamente allí puede percibirse un destello de quién es esa persona.

Grace tenía los ojos azules. [...] Eran ojos intrincados [...], y cuando la vi por primera vez aquel día en el despacho de Betty, se me ocurrió que nunca había conocido a una mujer que irradiara tal serenidad, tanto aplomo en su manera de ser, como si hubiera alcanzado ya, sin haber cumplido aún 27 años, un estado de existencia superior al del resto de los mortales. No pretendo sugerir que hubiese en ella reserva alguna, que Grace flotara por encima de las circunstancias envuelta en alguna beatífica niebla de condescendencia o frialdad. Por el contrario, se mostró bastante animada durante toda la entrevista, dispuesta a reír, a sonreír, a formular todas las observaciones y a hacer todos los gestos que había que hacer, pero bajo su interés profesional por las ideas que Betty y yo le proponíamos se percibía una asombrosa ausencia de lucha interior, un equilibrio mental que parecía eximirla de los habituales conflictos y agresiones de la vida moderna: falta de confianza en uno mismo, envidia, sarcasmo, necesidad de juzgar o menospreciar a los demás, el punzante, insorportable dolor de la ambición personal. Grace era joven, pero poseía un alma madura y curtida, y sentado frente a ella aquel primer día, mirándola a los ojos y estudiando los contornos de su cuerpo esbelto y anguloso, de eso es de lo que me enamoré: la sensación de calma que la envolvía, el radiante silencio que ardía en su interior.

("La noche del oráculo", Paul Auster)

1 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

Impresionante Gus,lamento no ser la extraña de siempre en vuestras cenas de los jueves...

7 de junio de 2007, 21:24  

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