Enamorarse...

Es relativamente posible enamorarse unos hombros, de una espalda, de una sonrisa, cuánto más de unos ojos; de un andar distraído por los túneles del metro (la mirada en un libro -color amarillo pálido- de Anagrama cuyo título no me ha dado tiempo a identificar). Es fácil enamorarse de un gesto fugitivo de melancolía, de una forma de mirar o, por supuesto, de una lágrima que se desprende de unos párpados. Es fácil enamorarse de una nube, del ruido de las calles luminosas, de la tristeza, del cielo, del ansia con que se contraen aquellos labios; es tan fácil enamorarse de un tobillo (¿recuerdas?) o de unos pechos o de una piel, o de una forma de vestir o (¡claro!) de hablar, de una voz, de una palabra, de una forma de pronunciar las eses o de una cintura; puede uno enamorarse en un segundo de una mano, de una forma de torcer el cuerpo o de abrazar, de una caricia, de un alma que huye por la calle. Es fácil enamorarse de los edificios, de las piedras, de la noche; ¡es tan fácil, no te das cuenta, enamorarse de una sombra, de la niebla, de un suspiro o del dolor! Pero, ¿y de una persona? ¡Ay, qué difícil es enamorarse de una persona!